“Que te lo digo yo, que todo el mundo está enfermo”, volvía a decirle Carmelo con el mejor de sus  ánimos.

 

Y, “¡ay del que lo desconozca! Ignoraría en ese caso uno de los datos clave de su existencia, porque todos estamos enfermos, aunque sólo algunos caen en la cuenta”, sentenciaba. Mientras, Juan escuchaba entre sonriendo y maldiciendo. Era ya el quinto año de cama de Juan, apenas un par de horas fuera de ella al día, aquejado de una dolencia, en la parte alta del cuello, atenuada a base de calmantes, añadida a su particular colección, ya larga en número y variedad, de padecimientos y malestares. Lo que comúnmente se denomina enfermedad crónica, le anquilosaba en modo progresivo, no en vano se apellidaba su enfermedad anquilosante, espondilitis anquilosante.

 

Cuida de tu enfermedad, o prepárate para ella”, era otra de sus frases favoritas, de Carmelo; “en uno de esos dos casos, todos nos encontramos desde que nacemos hasta nuestro último soplo vital”. La verdad es que estos y otros “sermones”, entretenían y contentaban en última instancia a Juan y poco a poco iba convenciéndose de sus verdades.

 

Con Carmelo, y “los 40”, mal que bien, iba tirando…

“Lo único que pasa es que a algunos se les nota menos que a otros, eh, Carmelo?”, esta vez Juan era el que aseveraba.

“O eso creen…” le decía de vuelta Carmelo.

 

Todos tenemos, pienso, algo de escaparate. Esta vez soy yo quien hablo, el narrador. No entrecomillaré las cosas que diga, sólo son telón de fondo.

Y los escaparates no son el comercio, pero dicen algo de él. Lo que se ve en ellos es sólo una pequeña parte lo que se vende dentro, y se procura que gusten, que atraigan a los indecisos. Lo mejor de una tienda está en sus escaparates…

Los hay más ordenados, o menos; más coloristas, o algo sombríos; seductores, o menos, en definitiva, más aparentes o, ¡ay!, verdaderos, pero todos son, somos, eso, escaparates, del alma.

 

Una de las peleas de Carmelo con Juan era cuidar del suyo. “No es lo mismo estar afeitado que no, le decía (Carmelo cuando corregía a Juan en algo le sonreía, invariablemente); bien peinado que no; la colcha estirada que no; el gesto sereno que no… Ese es tu escaparte, continuaba exponiéndole, y él es el que da una idea de lo que tienes dentro”.

 

Cuánto ayudaron a Juan esos ejemplos sencillos, llenos de sentido común de su eterno acompañante…

 

La suerte en la vida no existe, intuyo. Nunca la he visto. De suertes y desventuras de la vida hablaban mucho nuestros protagonistas, sobre todo cuando arreciaban en Juan los sufrimientos, los padecimientos…

 

Carmelo a Juan: “Te concedo que sí, pero son efímeras, y además, las suertes o las fatalidades, que de eso era de lo que hablaban en ese momento, son difíciles de gobernar, van y vienen, dejas de verlas o de repente, te vienen, y lo tuyo no es suerte, compañero, lo tuyo es una for-tu-na, mientras lo decía se interrumpía para darle más énfasis a cada parte de la palabra, que lo que has de saber es, sobre todo ¡administrar!

…¿Y sabes por qué? Porque con la enfermedad has descubierto quién eres, te conoces mejor; al final, los azares suelen irse por donde vinieron, por la esquina y dejas de verlos, de repente, como de repente fue también cuando por primera vez los viste. En cambio, una enfermedad larga, crónica, pesada, como la tuya, eso es otra cosa; esa viene para quedarse, Juan, y sobre todo, para lo que viene es para enseñarte”.

 

A veces, a Juan le costaba distinguir a la enfermedad, no sabía si era ella o ella era él mismo. “Habla por mí”, decía,“soy yo quien le duele y la culpa por ese dolor parece que es de ella, pero no, me marca sumiso su camino y el que lo recorro soy yo, pero sin separarme de ella; sobre todo cuando resulta más invasiva, esta vez me refiero a ella, cuando acapara más protagonismo, ¿quién es ella, y quién soy yo?, me pregunto. Se hace en mí, tanto, que soy ella. Sin ella, no sería yo”.