Es obvio que el ser humano carece de libro de instrucciones sobre cómo actuar cuando, de repente, la vida te da un bofetón tan atroz e inesperado que no sabes cómo reaccionar. Tu primer pensamiento ante la adversidad es la de no merecerla, el típico y egoísta “¿por qué a mí? ¿por qué ha tenido que ocurrirle esto al ser que más quiero?"

Y sin embargo, ahí está el problema. De la noche a la mañana, tu vida habrá cambiado por completo. Has recibido una llamada desesperada de tu padre: “Charo, por favor, ven enseguida, mamá acaba de sufrir un derrame cerebral. El médico dice que puede ser cuestión de días, semanas, meses o incluso años, que en casos así no se sabe, las primera cuarenta y ocho horas son cruciales. Por favor, vente en cuanto puedas, estoy que no sé qué hacer, mamá ni me reconoce”.

Era el mes de abril. Hasta aquí, yo era feliz: tenía treinta años, un marido envidiable, una niña de cuatro y un bebé de apenas unos meses. Vivía algo lejos de mi padres, en Castellón de la Plana. Ellos vivían en Sevilla donde mi padre era profesor y le quedaban apenas dos meses para jubilarse. Ya hablaban de sus planes para cuando estuvieran libres de horarios y obligaciones laborales. La ilusión de ambos, de mi madre en especial, era la de visitar con frecuencia a su única hija, yo, y a sus queridísimos nietos, niña y niño, toda una suerte.

A los hijos únicos nos molesta un poco eso que siempre suelen decirnos: “qué bien, hija única, o sea que todo para ti”. Y es cierto, lo que no suelen pensar es que ese TODO incluye lo bueno y lo malo también y cuando éste llega eres tú la única que te ves ante la difícil montaña que escalar.

"A mi padre lo noté desesperado"

Colgué el teléfono. Mi bebé reclamaba cambio de pañales y me fui a atenderle. Mi mente ya no estaba absolutamente concentrada en la tierna carnecita de mi criatura, andaba imaginando algo que no contaba que llegara nunca a pasar: mi madre sin conciencia humana, sin conocer a mi padre al que adoraba, quizás con el control de sus necesidades físicas perdido y mi padre sin saber qué hacer ante una situación tan inesperada, tan ilógica, tan tremenda.

Cambié a mi hijo y le di de mamar. Miraba su carita y pensaba que me encontraba ante los dos extremos de la vida: mi niño, con toda la vida por delante, indefenso ante la tarea de crecer y hacerse persona, y por el otro, mi madre, con la mente pedida tan solo a sus sesenta y pico de años, demasiado pronto para haber llegado ya al extremo de su existencia.

A mi padre lo noté desesperado, desconcertado y sin saber qué hacer. No me extrañó. Tampoco él se esperaba una cosa así. Era casi mediodía y aguardé a que llegara mi marido a comer para decírselo. En cuanto estuvo en casa, le conté las malas nuevas: "¿qué hago, Fernando? Mi padre no está en condiciones de estar solo con ella, se apoca en cuanto la ve con una gripe y fíjate ahora".

Mi marido no lo dudó: "Vete ahora mismo a ver cómo está tu madre y ya me contarás. Lo malo es que el niño es muy pequeño y todavía le estás dando el pecho. Tendrá que ir contigo". Miré a mi criatura. "Muy pronto vas a estrenar tú el avión, cosita mía”.

No había tiempo que perder. Sacamos el primer vuelo directo Valencia-Sevilla y dispuse mis cosas y las de mi hijo para el viaje. Entonces no había teléfonos móviles y la comunicación era nula. Durante el viaje se me fueron pasando por la cabeza todo tipo de situaciones nefastas. La primera, la duda de si llegaría a tiempo de ver con vida a mi madre. La siguiente, la de si me reconocería.

“¿Por qué, Charo, por qué a ella?”

También iba pensando en la situación que dejaba en Castellón: mi marido solo y al cuidado de nuestra hija “mayor”, si esto se puede aplicar a una niña de cuatro años. Menos mal que mi vecina, también con un niño de esa edad, se haría un poco cargo de ellos, del padre y de la niña. Pero sobre todo, lo que más pedía a Dios era encontrar a mi madre con vida.

Cuando llegamos al aeropuerto, me encontré con un padre casi desconocido. Estaba apocado, como encogido, como si hubiera perdido algunos centímetros de estatura. Nada más vernos a mí con mi hijo en brazos, se echó a llorar desconsoladamente, algo que jamás había visto hacer a mi padre: llorar. “¿Por qué, Charo, por qué a ella?”

Durante el viaje a casa iba conduciendo a trompicones, incapaz de controlar el sufrimiento que llevaba dentro. De vez en cuando, apartaba la vista de la carretera y miraba a mi niño, su queridísimo nieto José que dormitaba felizmente ajeno a toda la tragedia.“¿Tú crees que me va a reconocer cuando me vea?"

A esta pregunta me respondió con un triste “no quiero crearte ilusiones, pero no lo veo muy claro”. Llegamos a la casa. Dejé a mi hijo en una cunita que mi madre tenía para los nietos y entré a su dormitorio. La vecina de al lado estaba con ella y al verme se echó a llorar.

“Acércate y háblale despacito, dile que has venido, a ver si te conoce” Me acerqué a su almohada y le hablé con palabras que apenas me salían de la boca. Su cara estaba muy envejecida y tenía cerrados los ojos. “Mamá, mamá, soy Charo, he venido a verte y te he traído al niño para que lo veas”.

Al oír mi voz abrió los ojos y me pareció que esbozaba una sonrisa. Enseguida empezó a hablar en una lengua imposible de entender, como si fuera checoslovaco, ruso o euskera. Mi padre me dijo que el médico le había diagnosticado un derrame cerebral que le había afectado a la zona del lenguaje, y que probablemente ya nunca recuperara el idioma propio. Sus neuronas actuaban como si se tratara de un caleidoscopio en el que se mezclaran las formas de una manera arbitraria y sin lógica alguna.

"Ya no me separé de su lado"

Mi padre había pedido unos días de permiso en la Universidad por razones obvias y entre los dos fuimos haciendo frente a la situación como pudimos. Yo me ocupaba de las tareas más íntimas y desagradables como eran las de asearla y limpiarla, cosa que a su vez hacía con mi hijo, hasta que pasados unos días, se pudo levantar y comenzar a hacer una vida en vertical.

El médico venía todos los días a visitarla y hablaba de una estabilidad que podría mantenerse incluso bastantes meses pero, pero nos informó que en absoluto recuperaría el lenguaje ni el reconocimiento de sus seres próximos, incluidos los más queridos.

Yo hacía esfuerzos “profesionales” con ella. También yo era profesora de lengua, pero todo fue inútil. Cuando le decía cosas elementales para que ella repitiera al menos mi nombre: "YO, CHARO, TU HIJA CHARO", ella se me quedaba mirando con una expresión vacía y solo una vez me pareció que me respondía con un amago de sonrisa.

"Estaba claro: yo ya había perdido a mi madre"

Pasaban los días y su estado continuaba estacionario. Yo me había dejado en Castellón a mi marido y a mi hija solos, tenía un bebé separado de su entorno y no podía quedarme en Sevilla sin límite de tiempo. Se lo dije a mi padre, que me comprendió, pero tampoco habló de contratar a una enfermera o cuidadora que la atendiera.

Mi padre se encontraba en una situación insólita a la que vi que no sabía cómo hacer frente. O bien no se atrevía a dejar a mi madre en manos de gente desconocida. Solo le faltaban dos meses para jubilarse y entonces ya podría estar con ella y cuidarla. El problema era que yo no podía quedarme allí esos dos meses.

Ante la falta de decisión de mi padre, yo corté por lo sano: "Papá, lo siento mucho pero no me puedo quedar más tiempo. Mamá puede durar muchos meses así, de modo que aunque está como está, yo me la llevo conmigo a Castellón y en cuanto tú te jubiles, te vienes para allá y la cuidamos entre todos".

Ante mi sorpresa, mi padre no puso objeción y al día siguiente yo realicé el viaje más triste de mi vida: en un brazo llevaba a mi bebé y colgada del otro, a mi madre que realizaba sin enterarse el que sería su último viaje. Lo había hablado con mi marido y él estuvo absolutamente de acuerdo con todo: “cualquier cosa que hagas respecto a tu madre, me parecerá bien”, me había dicho por teléfono.

Una vez en mi casa, tuvimos que reajustar lo cotidiano. No tuvimos problema de espacio pues vivíamos en un piso grande con un dormitorio para los papás, así que instalamos a mamá en una cama y le organizamos allí su “sede”. Al principio me pareció como si extrañara el entorno y lo que más hacía era pasarse largos ratos mirándose al espejo sin pestañear ni apenas moverse. Luego deambulaba por el pasillo emitiendo unos sonidos extraños que querían ser conversación.

Cogía objetos domésticos y se los quedaba mirando fijamente durante largos ratos. Digamos que no era complicado cuidar de ella. Yo le repetía y repetía mi nombre a ver si ella lo copiaba, pero nada, y lo mismo ocurría con los nombres de mis hijos: tampoco.

Me encontré a mi madre completamente desnuda y con un tenedor en la mano

Los días pasaban sin grandes cambios hasta que una mañana ocurrió algo insólito. Se acababa de marchar mi marido y de pronto escuché la puerta del piso que se abría. Fui corriendo hasta allí y me encontré a mi madre completamente desnuda y con un tenedor en la mano como si quisiera peinarse. Se volvió hacia mí y al verme dijo en clarísimo castellano: "ME VOY CON CHARO".

Me quedé de piedra y sin saber cómo reaccionar. Lo primero fue ir a por una toalla de baño y taparla. Nunca en mi vida había visto desnuda a mi madre. Su pudor, como el de las mujeres de su época, era tremendo, hasta algo de lo que ellas se jactaban. El verla así me conmocionó de tal manera que me eché a llorar. Además, ¡HABÍA DICHO MI NOMBRE!, había hablado en nuestra lengua, ¿se iría a curar?

La volví a vestir y la senté junto a la ventana. Inmediatamente llamé a mi padre y se lo conté. El hombre creo que lloró al oír aquello. Tengo que señalar que mi padre siempre la quiso con locura y que jamás miró a otra mujer que no fuera ella.

El empeoramiento de su estado neuronal

Pero aquello no fue sino el síntoma de un empeoramiento de su estado neuronal. Cada vez con más frecuencia, mi madre se quitaba la ropa y se iba hasta la puerta para… no sabíamos qué. El médico que empezó a atenderla en Castellón dijo que estos eran síntomas típicos de la evolución del deterioro cerebral y que de ahora en adelante tendríamos que vigilarla muy de cerca para evitar que estos “episodios disfuncionales” tuvieran consecuencias lamentables, como caídas o que se escapara a la calle sin nada encima.

La nueva situación nos cambió la vida a todos. Comenzó a no controlar sus esfínteres y requerir un cuidado higiénico mucho más penoso que el demandado por mi bebé. No se puede comparar el limpiar el culito de una criatura al de una vieja, por muy madre tuya que sea. Y comenzaron las manías, la primera, la de arrancar los botones a todas las prendas que caían en sus manos. Luego la de escribir en las paredes con lo primero que cogía que pintara.

A los niños se les quedaba mirando y en una ocasión cogió al bebé y lo levantó en alto zarandeándolo en el aire mientras gritaba mi nombre. Empecé a preocuparme seriamente. No podía dejarla sola y cuando la obligaba a sentarse para darle su alimento, se levantaba con una energía increíble y tiraba la silla al suelo gritando por el pasillo. Empezó a romperse la ropa para quitársela, a esto siguieron los cojines y cortinas que rasgaba con los dientes y hacía tiras con la tela.

Yo empecé a sentirme fatal, no daba abasto a atender a mi familia y sobre todo teniendo que controlar a mi madre. Su estado mental iba deteriorándose cada día a pasos agigantados. Empezaron sus incursiones por la cocina, lugar peligroso donde los haya. Tanto, que el médico me aconsejó que la atara a la cama para evitar desgracias. Aquello fue lo más doloroso que he llevado a cabo en mi vida: atar a mi propia madre. Aún así, yo no sé cómo ni de dónde sacaba la fuerza, pero a veces conseguía desatarse y salir corriendo hacia la puerta del ascensor.

Convertirse en imprescindible

Empecé a sentirme mal y a hacerme la típica e inútil pregunta: "Dios mío, ¿por qué esto, por qué a ella, por qué a nosotros? Así andaban las cosas hasta que tuve la suerte de conocer a una chica que vivía cerca de casa. Y hablando de cosas de la vida, desgracias presentes, me contó que era madre soltera de un chico que había nacido con el síndrome de Corea de Huntington, una enfermedad de lo más inhabilitante y de momento, incurable, y que era precisamente aquella criatura lo que le hacía sentirse imprescindible para alguien en la vida y lo que le daba consistencia y sentido a la misma.

Me comentó que los seres humanos nacemos sin manual de instrucciones ante la adversidad y que cuando ésta se presenta, y se presenta a todos, antes o después, no sabemos cómo reaccionar. Lo vemos injusto y la injusticia y la falta de “lógica” es lo que más descompone a la mente humana. Me dijo que ella se miraba todos los días al espejo por la mañana y se decía: "esto es lo que hay, o lo que no hay. De ti depende el que hagas de tu día un infierno o un  parque apacible donde tú eres un árbol imprescindible para dar sombra a los demás. Piensa en que te has convertido en un SER IMPRESCINDIBLE, algo que si lo ves así, es todo un privilegio”.

Volví a mi casa y llamé a mi madre. Lo que vi al encontrarla hizo tambalearse mi alma. Sentada en el suelo, toda sucia y desprendiendo un olor tremendo ya conocido, me señalaba la pared del salón. Escritas con su propio excremento pude leer estas palabras: MI HIJA ESTA AQUÍ.

Desde entonces quise a mi madre más que nunca y la cuidé con tanto esmero y devoción como si de mi bebé se tratara. Me mentalicé de que todo aquel absurdo y exasperante comportamiento suyo no era sino la maldita enfermedad, no ella. Y sobre todo, cuando la paciencia se me agotaba, recordaba las palabras de la chica aquella y me las repetía hasta volver con ánimo y orgullo a su atención: SOY IMPRESCINDIBLE, REALMENTE LO SOY.

Mi padre se jubiló por fin y vino a vivir con nosotros. Su presencia me liberó en mucho de la responsabilidad que suponía para mí el cuidar de mi madre yo sola. Su cerebro se fue deteriorando progresivamente. Dejó de hablar ni siquiera por gestos y entró en una apacible somnolencia que culminó en un coma irreversible. 

Llevando ya en cama bastantes días, una mañana sentimos que el pulso apenas se le notaba. Estábamos a su lado sus seres más queridos: mi padre, sus hijos (mi marido y yo) y “su nietecica”, que entraba y salía del dormitorio de los abuelos. Traje un crucifijo que ella apreciaba mucho y se lo coloqué entre las manos. No tardó mucho en exhalar un último suspiro. Mi madre acababa de morir. Era la hora del Ángelus.

Rosario de la Fuente