Un día con el Parkinson

¿Sabes cómo es el día a día de una persona con Parkinson? Te acercamos la historia de alguien que lleva varios años batallando contra esta patología y nos cuenta cómo se desarrolla un día en su vida.

Un ruido me despierta, giro la cabeza hacia el despertador y veo que apenas faltan unos minutos para que suene la alarma. Qué fastidio, el gato se ha vuelto a subir a la encimera y seguro que ha tirado algún cacharro de la cocina y encima me roba unos minutos de relax.

Decido levantarme para poner orden en la casa, pero mi cuerpo no reacciona a las órdenes de mi mente. “Eso sí que es un fastidio. Ya verás cuando llegues a la cocina y veas el desastre del minino” me dice una molesta vocecita, que son mis propios pensamientos.

Decido ignorarla, he aprendido que esta enfermedad no entiende de prisas y es mejor tomárselo con calma. Que el gato siga haciendo de las suyas, que en cuanto me levante se va a enterar esa pequeña bola de pelo.

Comienzo a girarme lentamente, como me han enseñado en la asociación para cuando la “parálisis” aparece. Flexiono las rodillas y con suaves movimientos voy acercándome al borde de la cama. Me apoyo en el codo y me voy incorporando hasta que estoy sentado en la cama. Ya solo queda un último empujón y consigo ponerme en pie. Increíble, hoy lo he logrado en un tiempo récord, menos de 15 minutos, no puedo parar de sonreír.

De pronto un ruido de platos rotos me quita la sonrisa, ese maldito gato otra vez. Avanzo despacito por el pasillo. Si mi nieta estuviera aquí se pondría a saltar a mi lado diciendo “sí abuelito, vamos a jugar a los saltitos”. Aún es muy pequeña para entender que “los saltitos” de su abuelo y la lentitud de mis movimientos se deben a la bradicinesia causada por el Parkinson.

Por eso tengo que andar todos los días o bailar para mejorar mi movilidad. Eso sí que lo ha entendido la pequeñaja y no hace más que decirme “abuelo, vamos a bailar, que el médico dice que tienes que bailar”. Y me ofrece sus pequeñas manos para que demos vueltas en el salón hasta terminar mareados y muertos de la risa.

Por fin llego a la cocina y de un brinco el gato salta de la encimera y comienza a ronronear mientras se entrecruza entre mis piernas. Qué zalamero es, sabe muy bien cómo apaciguar mis humos.

Veo el desastre de la cocina y decido tomármelo con buen humor. Hoy tengo que ir a recoger a la pequeñaja al colegio y comeremos juntos, seguramente macarrones con tomate y salchichas, su plato favorito.

Oigo como Virginia abre la puerta de la calle y entra en casa tarareando y moviendo las caderas al ritmo de, muy probablemente, una bachata. Su saludo es una cascada de felicidad, que alegra el día a cualquiera y afanosa se pone a recoger lo que el gato ha tirado.

Decido hacerme un café para acompañar a mis pastillas y comerme un bizcocho. Pero comienzo con los temblores y empiezo a salpicar toda la mesa. Virginia no le da importancia, limpia a mí alrededor como si nada y me llena la taza de nuevo.

Me intento tranquilizar, siempre me altero cuando me pasa. Inspiro profundamente y vuelvo a mojar el bizcocho. Otra vez lo desparramo todo. Ahora ya ni la cantarina voz de Virginia, ni los ronroneos del gato me calman, suelto una retahíla de palabrotas y me voy al baño. Se me han quitado las ganas de desayunar.

Decido asearme, pero para no perder mucho tiempo y llegar a recoger a la pequeñaja le pido ayuda a Virginia para afeitarme y peinarme.

Normalmente intento hacerlo yo, aunque a veces me lleven los demonios porque no logro controlar esos pequeños movimientos de motricidad fina, como dicen los expertos. Y es un calvario, porque a mí siempre me gusta ir hecho un pincel.

Termino de arreglarme y miro el reloj, desde que me he levantado han pasado casi 3 horas. Aún me sorprendo del tiempo que hay que invertir en hacer las cosas cuando sufres Parkinson.

Me acuerdo cuando comencé con los primeros síntomas, las pruebas en el neurólogo y el miedo a enfrentarme a esta enfermedad neurodegenerativa. Sin embargo, cogí el toro por los cuernos, leí todo lo que pasaba por mis manos y me apoyé en los profesionales para saciar mis dudas.

La formación me ha ayudado mucho y aún sigo aprendiendo. Mis hijos me han regalado un par de cursos para hacer por el ordenador y he aprendido mucho. Sobre todo porque prepararme para salir de casa y estar a una hora en concreto para hacerlo presencial es toda una hazaña, así que si lo hago desde casa ahorro tiempo.

Virginia y yo salimos a la calle para ir a por la pequeñaja y llegamos al colegio con 10 minutos de retraso. Hoy me está costando ponerme en movimiento y por el camino me he tenido que agarrar a ella porque pensé que me caía. Esta tarde mientras la niña esté haciendo sus deberes me pondré en la cinta a caminar una hora a ritmo suave.

Mis hijos insistieron en que tenía que tener la cinta en casa para caminar, porque el médico dijo que había que moverse mucho todos los días. Y mi hija, la madre de la pequeñaja, me dijo que si quería seguir yendo a por la niña al colegio tendría que ejercitarme todos los días. Y con el carácter que tiene cualquiera le lleva la contraria.

Nunca me acostumbraré a vivir con esta enfermedad, pero cada vez la conozco mejor. Y aunque sé que no puedo ganarle la batalla sí que puedo aprender cómo enfrentarme a ella.

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